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Lo que traje de La Graña – A Graña, Ferrol – Galicia.

  • Foto del escritor: La Ardilla Viajera
    La Ardilla Viajera
  • 2 ago 2019
  • 6 Min. de lectura



Ramón murió en marzo. Ese día hacía un sol de esos raros del mes de julio, brillante y sin humedad. Dejó a Sabela sola, llevaban juntos desde los 13 años de ella y los 16 años de él. Dejó también a Romonxo y a Candelaria. Ramónxo siempre estuvo con su padre Ramón, a la mar y a lo que diera sus aguas, pero sobre todo, a lo que le ordenara su padre. Candelaria se fue pronto del callejón de esta ría. Primero fue al puerto. Allí cogió el primer barco que la llevó a Madrid. Madrid era el centro del mundo y ella, a los 17 años, ya estaba harta de vivir tan cerca del fin de la tierra.

Ramón dos días antes de morir tuvo la suficiente fuerza para mandarle la última tarea a su hijo Ramonxo. —cuida de tu madre. — Le dijo con gesto serio mientras le agarraba con la poca fuerza que le quedaba la camisa del hijo, y se acercó hasta el oído de este, y con voz serena y clara le soltó. — y cuida de quien duerma en el lugar de mi cama. — Dos días aguantó Ramón agonizando en el lado izquierdo de su cama de matrimonio antes de morir esa mañana especialmente iluminada y cálida del mes de marzo. La cama tenía casi cuarenta años, pero el colchón y el somier solo dos años. Dos años sin ruidos. Dos años sin lamentos en el lado derecho, y dos años sin orujo y whisky en el lado izquierdo.

Hoy he visto a Ramonxo ayudar a su madre Sabela bajar las empinadas escaleras de la Rúa das Rosas. Empinadas y estrechas escaleras que nunca tuvieron barandilla hasta que hace seis meses que Ramonxo se acercara con la gorra en la mano y le pidiera y hablara con voz trémula al nuevo Sr. Concejal D. José Marín, el bueno de Pepin. Amigos ambos de toda la vida Ramónxo y nuevo Concejal de Urbanismo de Ferrol y por ende del Concello de La Graña.

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Criados los dos en esta ría donde las bateas y las redes siempre fueron su parque de juegos, donde las cuestas empinadas siempre fueron un suplicio. Y donde el gris del cielo nunca les dejó ver sus sombras. La familia del bueno de Pepin marcharon a vivir enfrente, a Ferrol, su padre, el sr. Pepe, se colocó en el puente de una de las grúas más grandes del puerto de Ferrol.

Ramonxo conocía perfectamente aquella grúa del padre de Pepin, siempre que pasaba junto a ella le avisaba con la campanilla o la bocina del barco. Y el padre del bueno de Pepin tocaba la sirena de su gran grúa y desde la cabina saludaba a Ramónxo y a su padre Ramón cuando ambos cruzaban la ría camino a la mar en aquel inconfundible barco rojo y negro de 9 metros de eslora y que se llamaba "Tempestad Uno". Rápidamente el bueno de Pepin le puso a la señora Sedela dos tramos de barandillas de acero pulido para ayudarse al subir o bajar la empinada y estrecha Rúe das Rosas con sus 59 escalones.

Bajaban lentamente. El hijo sujetaba a su madre como si fuera una copa de cristal de Murano a punto de romperse. La señora Sabela se agarraba a la barandilla de acero pulido como si le fuera la vida en ello. En cada escalón que apoyaba el pie, suspiraba. Luego se resentía al volver a bajar el siguiente escalón. Así 59 escalones, unos más altos que otros. Lo mismo para bajarlos, como para subirlos.

Un Ford Fiesta del siglo pasado le esperaba al principio de la Rúa das Rosas. Ocupaba casi toda la vía principal de La Graña, pero este puebliño pegado a la ría de Ferrol es así. Una sola calle principal donde apenas cabe un solo vehículo recorre este pueblo. Y la vida en A Graña es mirar y esperar, esperar y avanzar, y la mayoría de las veces volver marcha atrás más metros de los que has recorrido para que pase el autobús urbano, Marisa la panadera o el cadete de marina que llega tarde al cuartel y se ve sofocado por el parabrisas del Renault Megane Coupe.

La "Tempestad Uno" ya estaba a la mar a la mar antes que naciera Ramonxo, y Ramonxo está más cerca de los cincuenta que del próximo jueves. Tuvieron varias "Tempestad", la Dos y la Tres, y la "Vieja Concha", una lancha pequeña con un motor de dos caballos que era para el disfrute de la ría y para ir al Ferrol sin coger el maldito Ford Fiesta que siempre estaba roto. La "Vieja Concha" siempre estuvo amarrada al pequeño puerto de A Graña. La "Tempestad Dos" se la llevó el alcohol que Ramón tomó en las cantinas que había en A Graña, porque Ramón era de ir a cantinas y no de restaurantes con manteles de tela y servilletas de colores. La "Tempestad Tres" se la llevó el cáncer que Ramón llevaba escondiendo en sus entrañas desde hacía demasiados años y que quiso matarlo con orujo y whisky barato. La "Vieja Concha" pagó el entierro.



Bajaban madre e hijo paso a paso, escalón a escalón en esta mañana temprana del día del Apóstol Santiago fiesta en toda Galicia. Sabela iba a misa de 10:00 a rezarle al Apóstol como ha hecho toda su vida aunque todavía no fueran las 08:00 de la mañana, pero la iglesia de Ferrol estaba muy lejos para ella y más aún para aquel Ford Fiesta. La vida de Sabela era sencilla. Simplemente fue una vida sufrida. Sufrida desde que Ramón pasó por delante de ella y rápido se fueron a lo alto de la Rúa das Rosas.

En aquella calle solo el nombre era bonito. Demasiada estrecha, demasiada empinada y demasiada solitaria. Dos casas tenía esta rúa, una a la entrada de la calle a pie de una minúscula acera con la puerta de madera color verde, y la de Ramón y Sabela, la más alta del pueblo en aquel entonces. Al final de 59 escalones. De tres plantas y cuatro ventanas solamente. Y desde la ventana de la cocina se veía casi toda la ría, Ferrol y Mugardos, otro pueblo pesquero de enfrente que acotaba esta importante ría.

Sabela cambiaba cada año la cortina de la ventana de la cocina. Esa ventana fue y es su única forma de vida. Fue lo que le mostró los cristales de ese ventanal la vida de la callada Sabela.

Por esa ventana veía el ir venir de barcos y barcazas pesqueras por la ría que traían y llevaban lo que la mar les daba. Veía llegar las fragatas y barcos escuelas de la armada que arribaban en el muelle y cuartel de A Graña. Veía crecer y engordar sus hortensias a la puerta de su casa, y a María Asunción, su única vecina de calle que no paraba de hablar con quién fuera que pasara por allí.

Sabela veía venir a Ramón y a la “Tempestad Uno” al pequeño puerto de A Graña, pero tardaba mucho tiempo en verlo subir por la empinada Rúa das Rosa.

Desde bien temprano oía los martilleos, los compresores y el trabajo del pequeño astillero cuando le hacían un nuevo encargo, entonces no ponía la radio, esos ruidos le daban vida a la mañana. También, desde esa ventana, oyó los tacones de su hija Candelaria cuando aún, sin haber amanecido, ella se marchó sin mirar atrás.

Jamás volvió a ver los ojos de su hija.

Sabela oyó muchas noches los desvaríos de un alcohólico que ocultaba entre gritos e insultos el dolor de sus entrañas y aquella calle empinada era el altavoz del infierno.

Los primeros años la enamorada mujer bajaba hasta la mitad de aquella calle a ayudar a su marido a llevarlo al lado izquierdo de su cama, pero la primera bofetada hizo que no bajara nunca más a por aquel hombre que se estaba convirtiendo en un monstruo. Desde entonces siempre llevaba el cuchillo fino de arreglar el pescado en el mandil.

Entonces empezó a bajar Ramonxo a ayudar a subir a su padre borracho por aquellos escalones hasta su casa en lo alto de la calle. Ramonxo dejó de hablar el día que le devolvió el puñetazo a su padre cuando éste le reprochaba ebrio no sé qué de gandul y de maricón que le espetó a su hijo sin venir a cuento.

El Ford Fiesta arrancó al tercer intento después de tres ronquidos del tubo de escape.

Sabela no pesaba más 45 kilos y casi no se le veía sentada en aquel viejo automóvil. Ramonxo esa mañana salió de A Graña sin parar.

Sabela nada más llegar, encendió una gran vela y rezó al Santo Apóstol a y pidió por su hija Candelaria, que todo le fuera bien allá donde estuviera. Sabela rezó también al Santo Apóstol por Ramonxo y que sus cestas y aparejos de la “Tempestad Uno” vinieran repletos. Y apretó sus puños y retorció el pañuelo que llevaba en sus manos y maldijo al Santo Apóstol por la enfermedad de su marido y maldijo esa cultura gallega de callar y aguantar, y maldijo los 59 escalones y la casa en la vive al final de esos escalones. Y maldijo el cielo gris, y maldijo a su vecina que aún con el andador no paraba de hablar con todo el mundo que se le cruzaba por la calle.

Salía Sabela de la iglesia y apagó la vela que había encendido momentos antes con la yema de los dedos mirándole fijamente a los ojos a la figura del Apóstol Santiago. No dijo nada, y a la 10:30 de la mañana se subió de nuevo en el viejo Ford y Ramonxo puso camino A Graña.



…………………………………..wiwi Las Infantas, 02/08/2019

 
 
 

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